Lorenzo Valla es conocido por haber demostrado que la llamada Donación de Constantino no es un documento de la edad imperial, sino un texto de la alta Edad Media. Valla no era un humanista anticlerical, tanto es así que murió precisamente en San Juan de Letrán, como canónigo de la basílica nombrado por el Papa. Hoy, su lápida sepulcral ha sido trasladada a la capilla del Crucifijo, en el transepto derecho.
En la actualidad, es evidente que la Donación de Constantino no es una falsificación construida para justificar un poder temporal obtenido mediante el fraude o la violencia, sino una leyenda que adorna, a mediados del s. VIII, el hecho de que el obispo de Roma había asumido el poder por necesidad, ya que el emperador de Constantinopla no tenía las fuerzas suficientes para acudir a defender Roma, porque él mismo sufría los asedios de los ávaros, los árabes y los bárbaros.
Cuando Rávena, que era la ciudad donde residía el representante del poder imperial, cayó en manos de los longobardos, en el año 751, Roma se convirtió de hecho en una ciudad independiente del antiguo imperio romano. Sin embargo, este proceso no se dio en una fecha identificable históricamente, ni aquella nueva entidad territorial tuvo un nombre nuevo que la caracterizase, puesto que la autoridad temporal creció a lo largo de los años como una necesidad histórica que se impuso en la ciudad. En Roma ya no había nadie que pudiera defender la ciudad y, más aún, nadie que fuese un punto de referencia para la población, excepto el pontífice. La Donación de Constantino transformó esta realidad en leyenda.
La misma necesidad surgió en los terribles meses de la ocupación de Roma por los nazis, cuando el pontífice se encontró solo para defender a la población de la ciudad y de todo el país.