Una de las joyas de la basílica de San Juan de Letrán es la Cruz Constantiniana. Realizada entre los siglos XIII y XIV, abría las procesiones papales acompañada por dos velas. La cruz, importantísima para la historia del arte medieval, es probablemente el único ejemplar del arte de la orfebrería de tanta relevancia en el ámbito romano anterior al exilio de Aviñón.
Cuando se visita el Museo del Tesoro, inmediatamente llaman la atención las placas de plata dorada que componen la cruz, en las que están grabados todo el ciclo del Génesis y los episodios del Nuevo Testamento que le hacen eco. En el centro, como episodios protagonistas, se encuentran, por una parte, el tondo con la narración del pecado original; y por la otra cara, un tondo con la crucifixión. En el tondo del Viejo Testamento se alza el árbol de la ciencia del bien y del mal, en el que se enrolla la serpiente; junto a él, Adán y Eva. En el tondo opuesto, en cambio, es el Señor quien destaca en alto, mientras la Virgen María y san Juan están a los pies de la cruz. La muerte del Señor ha rescatado para siempre al ser humano de aquello a lo que Adán lo había condenado. El Antiguo y el Nuevo Testamento se hablan: si una mujer, Eva, cayó en los engaños de la serpiente, otra mujer, la Virgen -figura de la Iglesia- permanece erguida en el puerto seguro de la voluntad de Dios.
Es claro el énfasis que los orfebres quisieron dar al evento de la muerte redentora de Cristo, prefigurada en los episodios de Abel, Isaac, Jacob y José, labrados en los brazos de la cruz. Los personajes mencionados se leen tipológicamente y se ven como prefiguraciones del Señor en el Antiguo Testamento.
Todas las escenas giran en torno al evento central de la crucifixión. Están organizadas según núcleos narrativos homogéneos, pero no siguen el orden temporal correcto de los episodios de las Sagradas Escrituras. Esto se debe, seguramente, a las numerosas modificaciones que la Cruz Constantiniana ha sufrido a lo largo del tiempo; pero refleja también una elección iconográfica bien precisa, en boga durante la Edad Media: en efecto, entre los siglos XI y XII, en el arte umbro-romana se tendía a organizar la narración artística de los ciclos bíblicos utilizando el criterio de la narración tipológica. De este modo, se destacaba la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el Génesis y el Evangelio que, uno junto al otro, tejen la trama de la historia de la salvación.